La biografía de nadie vale un puñado de letras. Nada sería más injusto, más inexacto que precisarla en unas pocas líneas. Pero si es preciso hacerlo ahora; si precisamos de esto para convenir lo que soy yo, entonces, empecemos por el 3 de junio de 1981. Poco más de 3 kilos salieron ese día a flor de llanto después de nueve meses de reposo en una cabina líquida. Así me entregué al aire y a las manos de un desconocido. Luego pasaría a las de mi madre para empezar la historia con mis pies. Juan Pablo Pedemonte. Demasiado largo o corto, según la paciencia de quien avance sobre las dos pe que lo hacen algo estruendoso al nombre. Nací en uno de los tantos barrios de Montevideo en que se jugaba en la vereda. Era el que rompía los vidrios con la pelota. Conforme fueron progresando mis padres, fuimos cambiando de barrio, trepando más hacia el sur de la ciudad. Tuve una infancia agradable pero recuerdo ir mordiendo el aire, tañer esa imperceptible niebla que abraza a las personas, sentir el peso de los párpados del otro sobre mi pecho. Nunca asimilé del todo bien las tormentas y tal vez las fui cargando en mi esternón. Quizá por eso escribo: para descifrar y desagotar el mar de mis adentros con la herramienta más poderosa que me regalaron: la palabra. Y lo otro, lo que sobra y no sabría cómo decirlo, es lo que sangro en los pinceles. Por eso pinto, porque me es más fácil reconocer mi alma cuando la transmigro a la materia. Porque en el lienzo o la madera que fuere me es más fácil nacer y comprender. Quizá esté enfermo de metáfora. Quizá necesite decirlo de alguna forma.
