Perros de mi tristeza
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A Pantuflo, Gingy,
plétora de cielo en el corazón de un animal. El blanco puro amor. Por siempre.
A Chechi, blanca guardiana.
I
Blanco de puro blanco y pura pena.
Jorge Meretta
De blanco es la noche;
de sudor blanco de luna,
y es de blanco la lágrima que repta en los cristales de mi voz.
Es hora enterrar las rodillas en nuestro cuerpo
y saber sufrir cuán de negro es.
Ya, en mi jardín, alguien había sepultado su perro.
Su ladrido blanco había atravesado el pan, el otoño,
los cuchillos de noviembre. La vida ya
había guardado las balas blancas en el placer.
Hoy es jueves, como podría ser martes de humo.
Jueves para lavar la culpa de la tinta
que masacra el blanco de una hoja. Jueves
para seguir juntando piedra negra sobre una piedra blanca.
Pero es martes y una sombra teje su esqueleto sobre la ciudad.
¿Cómo puede ser negro un esqueleto
en el blanco de una sombra? ¿Cómo puede tejer
con su mano de viento sobre las venas de los tejados?
Aquella tarde tembló bajo la campana
del último latido del perro; ladrido blanco.
Después,
vi la hermosa calavera, el rebaño de moscas,
las lenguas afiladas celebrando el cadáver.
Fueron cobardes
los gallos que durmieron ante aquel sudor de luna.
La ciudad fue vena abierta, piedra negra,
blanca elefanta cicatriz
creciendo sobre el humo del martes.
Pero la memoria no muere; pende ahorcada
como un fruto mustio en el árbol de la noche.
El ladrido tan de blanco, el zumbar
sombrío de insectos, el cuchillo ennegreciendo noviembre:
el recuerdo no duerme como los gallos.
Ahora veo al perro acorralado en mi esqueleto
como un hueso más de este racimo que llevo.
Es miedo que ladra en mi latido;
sombra ajena que navega en mis cánulas
y perfora cada una de las palabras.
No hay verbo que conjugue el recorrido de una lágrima
que acaba abarrotada en el esqueleto. No hay símbolo
que puedan morder los perros del mundo
para salvar el último ladrido de un inocente.
Sólo ladran en sus nidos
las estrellas.
Cuando un ser muere sin hacerse de su muerte;
cuando ni siquiera puede morder el pábulo dorado del último ocaso,
ni poner guirnaldas finales a su sombra,
entonces, la vida se vuelve báscula de un segundo fatal de pena.
El perro no fue siquiera dueño de su muerte.
La halló desbocándose sobre sí y no hubo tiempo de lamento
ni el lamento del tiempo necesario
para urdirse un laurel
del aire para siempre.
Lo mataron
atroz, humanamente.
En su agonía hubo ruido rajado de piedras,
un remolino de almendras en su vientre.
En los ojos,
aspergió el dorado de todo atardecer distante;
bebieron los bisontes el último charco de su luz.
Después, la noche.
Un círculo silencioso de gallos
empezó a pastar el olvido.
Una pobrería de huesos
fue asemejándose cada vez más al barro.
¿Cuántas moscas pesa un ladrido
a estas horas de los huesos?
¿Cuántas lenguas afilan el vuelo
en la noche de las moscas?
¿Dónde se pudre noviembre?
¿En qué corazón caben las migas rojas de su llanto?
El tiempo aletea como otro insecto inservible.
La respuesta es pudrirse
sobre las preguntas.
Los huesos enterrados descuellan
como estrellas en un cielo invertido.
Empuntan en constelaciones que trazan
el derrotero de las aves más oscuras.
En este pálido noviembre de cuchillos yertos
tiene sentido perder
mientras los gallos copulan a la sombra de los huesos.
Pueden soterrarse los astros en la tierra entonces;
guardar su luz
en la anciana santidad de las raíces.
Acabar bajotierra
lejos de hirsutos latidos.
De negro fue hacerme del grito,
nacer a la mañana y saber del muelle,
del perro, de los gallos;
saber que diciembre tiene su coágulo sobre mí,
que enero viene con insectos fracturados.
Volver al ladrido
es regresar a la cárcel;
desayunar el peso de un cuerpo calcinado.
O caminar de espaldas
por un atolladero de serpientes y sombras;
caer de bruces en el patíbulo de la consciencia;
llevar la condición de humano como una rosa crística.
Soy culpable
aunque no cargue el cuchillo que negró noviembre
ni haya tinta blanca mordiéndome la tierra de los pies.
¿No es también un asesino el que lleva el ladrillo, la frente suntuosa,
el vocabulario en manos de los otros?
¿Y el que esconde su locura animal debajo del zapato,
no es culpable del gesto ajeno? ¿Es de blanca su posición?
¿Puede un humano negar el relámpago negro que le toca?
¿Puede huir más allá de su especie?
Nunca hay blanco suficiente
para salvarse.
La culpa
de incisivos golpes de cruz
de luz blanca, redimitoria;
de escarmiento animal, consagratoria,
es en el blanquísimo puntal del resplandor,
un alma encanecida.
Es, sobre el sudor de luna,
frente al pálido noviembre de cuchillos
-en yerto negro-
el blanco de una herida en flor.
Es de lágrima
este infierno de finas raíces
donde el hombre planta su úlcera y sus pies.
Es de espinas
esas manos diablas que clavan
el cuchillo en el pan y las espaldas.
Es de miedo
la biología intercostal del hombre.
Solo queda
tirar el negro de piedras
al aire, al río, al pozo de nuestra miseria.
Andar por el muelle descalzo,
sentir el abismo en las rodillas,
el clavo de Cristo en la garganta
y gritar.
O rezar como un perro
desnudo de blanco en la noche,
cargar el ladrido de todas las moscas,
dejar las piedras a voluntad de las olas
y hundirse.
Quedarán gallos de traje sombra
y guantes huesudos arañando el ocaso.
Lóbregos gallos abriendo las venas de diciembre,
burlando el barro
donde yace el aire almendrado de los muertos.
Planetarios, en sus oficinas,
asfixiarán el nudo de sus corbatas,
esconderán la noche en los cajones
para bajar a relamer el polvo de sus zapatos.
Sus zapatos: bestias furibundas del negro.
A la sombra de este vocabulario
quedan rémoras de un lóbrego poniente
sobre el corazón del día;
queda el rubro amargo urdido
en la pradera como un vejamen.
A la sombra, porque el sol
labró su blanco lagrimal
sobre el fuste negro de los cuchillos.
Igual que un perro.
Es de blanco promisorio mi rezo.
Ya me ves, enrejado en el negro de unos versos
con olor a cadáver de perro.
Y tengo hambre blanca hacia dos, un espíritu más adentro,
un universo hacia abajo, más arriba.
Es de blanco el azul de mi costilla
de este martes de mi muerte.
Trafique el perfume de las fábulas
de caravanas blancas;
de lirios y flamencos blancos
para evadirme lívido de todo negro.
Allí, en los umbrales de lo leve y de lo altivo
donde moran las uvas leves;
las liebres rubias y las lubinas
que luciérnagan los ríos
Lejos de las lunas lancinas del día
Doblan campanas en el blanco transitivo
hacia la última misa de los huesos.
De blanco donde curva la sangre
hacia los arpegios del dorar.
Puro blanco en boda hacia el eterno.
Eterno
no es el halo en vela del vuelo de las moscas,
ni el zumbido de los cuchillos,
ni diciembre y su calavera en vórtice del ocaso.
No son eternos los gallos -ni su cresta caruncular-
en el recuerdo, ascua del asco, acaso.
El rezo es inoperante en la lengua del perro,
en sus achuras de insectos, en las úlceras
de los pies del hombre. La culpa también;
es apenas la cicatriz del espanto
donde el sol labró su lágrima.
El perro es vocabulario; juntura de huesos ahuecados.
Sólo el blanco de su espina, espergesia de células,
curva los arpegios del durar.
Blanco erigiéndose en los últimos latidos del crepúsculo.
Resplandor del puntal. Resumen de la rosa primera.
Campana arcana de blanco.
Eterno
no es el halo en vela del vuelo de las moscas,
ni el zumbido de los cuchillos,
ni diciembre y su calavera en vórtice del ocaso.
No son eternos los gallos -ni su cresta caruncular-
en el recuerdo, ascua del asco, acaso.
El rezo es inoperante en la lengua del perro,
en sus achuras de insectos, en las úlceras
de los pies del hombre. La culpa también;
es apenas la cicatriz del espanto
donde el sol labró su lágrima.
El perro es vocabulario; juntura de huesos ahuecados.
Sólo el blanco de su espina, espergesia de células,
curva los arpegios del durar.
Blanco erigiéndose en los últimos latidos del crepúsculo.
Resplandor del puntal. Resumen de la rosa primera.
Campana arcana de blanco.
El negro del perro ahúma en los corredores,
los hastía de miedo, de células en sombra.
Deja su rastro en pequeñas gotas oscuras
que multiplican su rostro. Así se expande,
alfombra pútrida, por la casa.
No es un perro, es la sobra de sus colmillos.
Es la furia del negro de una herida, un ojo
picado por los pájaros de la pesadilla.
En la pared donde pendía un óleo
hay ahora un agujero. Y en el agujero
hay una jauría de rosas con fiebre.
Quisieran caer todas juntas al suelo
y convertirse en búfalos. Pero las enfrento
doblando la mirada. Miento compulsivamente
sobre los pecíolos amenazantes de las rosas. Miento
sobre el vientre mismo de sus coronas de hiel.
Enfrento la noche. Clavo los ojos
sobre la miel amarga de su colmena
hasta hacerla sangrar. Del otro lado,
gritan los búfalos que no pudieron nacer,
se esconden los pájaros
que recogieron estaño y herrumbre
para hacer sus nidos.
Pero mi silencio es un grito invertido.
Va hacia al centro del esternón, resuena
en el hervor de los glóbulos.
Hacia adentro, como si mordiese la colmena
para tragarme el ruido
de la rabia de las abejas y la noche.
El silencio también es voraz.
No precisa habitarse de negro y de zumbidos
la bruma desolada de la casa. La penumbra
tiene el ecuador desgajado de voces;
su corazón replica sombras del vacío.
Allí anidan los perros. Ahí sus huevos fríos
y la miel oscura de sus cáscaras.
No es desidia ni odio.
El silencio es una telaraña urdida por el amor.
Es la trampa que se trama sigilosa
en los rincones donde los cuerpos supieron amarse.
Son cicatrices de llaves relamidas por el deseo.
Cuando se pudre la fruta, cuando el amor
diseca sus dos sílabas abiertas,
cuando las llena de polvo y las sella para siempre;
no queda siquiera rabia de abejas ni voluntad
para acicalarse los huesos en la noche.
Así de espigadas
nacen las criaturas del negro.
Ramas invisibles, enredaderas
que turban el sueño y los pasillos.
Así de espigadas
hacen más agudos los ángulos,
para que el miedo acampe
en sus patios patibulares.
Así, esa cuerda perversa
que cincha de la raíz de los témpanos
para helar la voz acicalada del deseo.
El perro usa mi corazón para respirar.
Su hocico y mis latidos caminan sobre
la sed de mis piernas metafísicas, peregrinas,
porfiadas de un sitio donde hallar respiro.
Sudo el perro por la espalda. Es una hiedra que trepa
por la masa molecular de los minutos.
Asido en el tiempo, en el corazón y en las piernas,
el perro entiende que es hora de dormir y calla.
Y la hiedra estudia jazmines en el aire y los convoca
a vibrar unas horas en mis huesos.
Resuenan los cristales
y no son de las gotas de la sangre del cielo
ni los pétalos fundidos al costado de la noche.
Es un ladrido que molesta los jazmines
y grazna sobre las células dormidas.
Ha despertado el perro.
Te soñé
con los colmillos cuidadosamente apretados
contra mi cuello; mis ojos
temblando en el espejo de los tuyos
como en una ordalía.
Te rogué, perro. Poblabas mi tripa
de un dolor distinto al de tus dientes.
Te rogué y busqué los jazmines
en tu cuero velloso, hasta hallarte.
Ves, perro, tu espalda,
que antes era grieta de insectos,
légamo de trágicas cenizas; ahora,
es una playa
donde hundo los dedos para tañer la vida.
En tu cicatriz sangran las rosas, perro.
Siento que podríamos sentarnos a beber
del cielo la luz más aduraznada.
Por más negro que sea el álgebra de todo esto
sé que tenemos que morder la medianoche del cielo
para que la lluvia no sea tan hirsuta.
Debemos invertir el paraguas, y entonces
recoger el agua que debimos abrevar alguna vez.
Para que no se nos caiga el cielo, perro,
como alguna vez cayó la noche,
sudario de témpanos, sobre nuestros cuerpos.
Besamos los huracanes en silencio.
Nadie jamás latió lo que sucedía
detrás del atardecer.
Qué es lo que dobla del otro lado de mi cuerpo
y nos une los dolores, perro?
Cuántos insectos han atravesado inertes nuestras heridas?
Ahora son cicatrices
y avanzamos alumbrados
en un amén de cuerdas alambradas.
Es recia la cáscara;
la superficie esmerilada de la angustia.
No sé explicar por qué llevamos el mismo dolor en la costilla, perro,
ni sabría explicar cómo sé de tu dolor tanto como del mío
ni por qué llevamos encaramado el mismo fulgor de topacios negros.
Es una luz que rumia
y es oscura y alta como el miedo.
Deberíamos desobedecerla
cuando se afiebra en los cabos de los malvones
o en la piel desgajada de los eucaliptos.
Pero brizna sobre nosotros
como un latido a destiempo,
una sombra sin dueño, un ladrido
de ninguna criatura.
Lo llevamos, como el acento de la noche
cuando es esdrújula.
Estoy oyendo el mar bajo tus pestañas;
Te oigo royendo los huesos del tiempo
escarolado en mis latidos.
Perro, deberíamos separarnos.
Sé que el aire que doblan mis sentidos
trae tu ladrido como una consecuencia más de la respiración.
Sé que tu olfato
es tan brillante como la misma la luna
que me descubre inconfeso.
Pero también sé qué hay piedras
que ruedan hacia el mar con un rastro sucio de tiempo.
Y quizá sea hora de besarnos los huesos
hasta siempre
Yo, que escribía incendiado sobre tu sien,
me miro las uñas
y encuentro
barro de tu cuerpo, miel de una misma aurora.
Perro, nos debemos las tragedias
y los trajes de luz,
las idénticas marcas de sombra
sembradas.
Me miro las rodillas
y veo aún avanzar el agua
que alivia lo rezos y las rótulas
a orillas de nuestros huesos.
Y veo tu corazón flotando
como un músculo sagrado, distante
y mío.