Los vitrales de Cristo
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Cuando todo hombre se haga insecto
al rezar un Padre Vuestro para entrar
en la misericordia de los otros;
cuando duelan las rodillas
y todo sea derrota santa,
habrá Poema.
Puedo morir un domingo por la tarde
siete días detrás de mi esqueleto.
Alfredo Fressia
Caer con el crepúsculo
es despertar en la tribulación;
temblar tempranamente y atropellar
el alma con la tripa del cuerpo derrotado.
Enterrarse entre las sábanas
es caer terriblemente en el lunes;
escabrosamente
hundir el martes en la costilla.
Levantarse en gris
es arredilarse en los escombros,
prepararse carcelosamente los domingos;
mortuoriamente
sudar
papeles moratorios.
Mañanar
es sacar el cuello de la cuerda de este día.
Decir hoy: por fin mañana
y escupir el último insecto del pensamiento
para quedar a solas en la cruz.
El resto es invocar en sombra
y cagarse de luz en los zapatos.
Reloj
es el charco donde hundimos el cuello
para hallar la distancia de nuestros pies.
Pero siempre damos con la sombra
de huesos que envejecen en repetidos pasos.
¿Hacia qué tiempo camina nuestra osamenta
húmeda de golpes de campana?
¿Cuántos ladridos pesa un corazón hinchado de noches?
Reloj
es el vicio de un ojo embarrándose en los números
del goce al doce de la muerte.
¿Pero qué es muerte a esta hora que agonizan
las agujas sin la distancia?
¿Quiénes son los perros que laten mi tristeza?
Reloj es el martillo que desangra el día
sobre una piedra pálida de cuarzo;
es una fruta arrugándose contra la pared.
Tres agujas
bastan para abrir la herida de estar vivo.
Pobre es la rosa que dejó mi abuela
en el jarrón del pecho de mi madre,
y demasiado flaca la costilla que puso el padre de mi padre
en los floreros de la casa.
Mi ascendencia es un traje de hormigas quebradas.
Mis abuelos heredaron una lágrima insobornable
y la descendieron. Mis padres
esparcieron esa larga ceniza por sus pómulos.
No hay parnasos, hay embocaderos de lluvia.
Mi madre desmedró su tristeza acunando.
Mi padre amordazó el ladrido de sus muertos y siguió.
Yo estoy solo,
en la casa de los hijos que no tengo,
varado a la piedra de mi sombra.
Montevideo, todo el polvo atrasado
deslunándose en los espejos;
todos tus muertos ladrando hacia el sur
de una plaza enterrada en la costilla de un puerto;
todo es, Montevideo, apenas
la navaja del viento,
una rosa clausurada
en el cemento turbulento del Río de la Plata.
Montevideo: playa acuchillada de palomas.
El silencio es la rama más profunda
en la hora lastimada de tu llanura. Oigo
el rocío quebrando el paisaje
como un sucio sudario de grises. Todo es apenas.
Y en los muros tiembla la mano fría de la noche
auscultando letanías.
Hay sombras que ningún dios comprende.
Montevideo, todo es apenas
tu penar.
Con misiles en el pecho
salí a ganarme el hambre,
a ser hombre y perder.
Envejecí en la sombra de mis muertos más queridos.
Quise morir.
Bajo los plátanos enterré mi testamento,
mi lumbre, mis cicatrices;
enterré a mis amigos
y me hallé solo en el inmenso páramo.
Incluso sin mí
traspasé noches enteras por el olvido.
Las mismas manos que me dieron, me despidieron
y ya lejos de la tarde me quedé
esperando sin zapatos a otros reyes.
Este es el reverso de cielo que nos toca morder
antes de almorzar la fruta padre del corazón.
Es la tercera década que estoy hundido en los siglos de mi carne
y mis entretelas apenas me sostienen como hueso.
¿Debo encender velas cuando los duraznos
desmielen frente a mi cadáver? ¿O debo dejar
que el crepúsculo moje mis pies en la intensidad del sacrificio?
El desamor y las moras
ruedan la escalera de los huesos.
Arriba, un ángel evita
el derrumbe de la osamenta. Espera,
teje un manto de cenizas en silencio.
¿Pero qué hay para los presos, sin cipreses,
sin preseas? ¿Qué hay de su presura espesa?
¿Bajo qué rama, qué aroma, tienden su hueso?
¿Bajo qué cuerda teje el amor el ángel de su muerte?
El amor demora. Sin aroma se encharca
en la arena de los relojes. Agrisa el cuerpo, enloda
el cielo de los apresados. ¿Pero qué ángel
los condena a sentencia de vida? ¿Bajo qué espalda cargan las moras
los amantes enramados en el cuerpo del día?
¿Cómo hay tanta muerte entretejida
en el racimo morado de la noche
Tengo un caballo quebrando del otro lado de la pared,
una religión de hijos golpeándose,
una diabla cicatriz creciendo. Tengo
los ases de Jesús deshaciéndose
y la muerte en posición fetal
apostando sus tréboles negros.
Me han echado al piso
como un perro a la sombra de otro tiempo.
a la piedad de Piccatto.
Ya construí un ángel azul para enterrarlo en el mar.
Entré al jardín grillando todas las rosas.
En nombre de mi madre, llevé el costillar de mi espalda.
Ya no quería estas alas
sino el hueso de otro que besar
y vestir.
Y fui en lo amargo,
guardé mi esqueleto en corazones imaginados.
Para entender la noche
tuve que llevarla en el cuerpo como otra cicatriz.
El sol fue mi mayor castigo.
Pero religué mi sombra
en la mariposa más profunda
y partí.
Ver los relojes ahogándose
y entrar
con el codo arañado de viento.
Ir por la huella a velar nuestra presencia
y ver nuestro pan sacrificado en boca de los otros.
Bajar la calavera; beber agua de otro tiempo.
Dejar los jamases servidos
para siempre.
Suponeme ahorcado con mi sombra;
esa insoportable mancha que cuelga
en una cuerda bajo el rayo de lluvia.
Suponeme deslunado entre mis harapos,
mis huesos, mi reloj desfallecido.
Seré un rezo y luego
una misa de palomas en el agudo campanario.
Pensame como esa manzana indeseable
que rueda a la par de un corazón.
Pensame en el polvo de un pestillo inmóvil
o en el hollín de un paraguas
desasido en una calle,
y suponé que soy esa plegaria
que nadie jamás escucha.
Ves, soy el suicida que tiembla en los ascensores,
ese que poda las cruces en los pretiles
y lleva una rosa a cuestas.
Ves,
me cenizo la costilla como un cigarro,
me mejillo en el desgarro los pómulos
y lloro, como un suicida, lloro
este otoño de lóbregos perros,
de niños sin tobillo, de grillos en menopausia.
Soy ese mamífero que lleva secuestrada su niñez. Ves,
apenas puedo ponerle espuelas a mi bestia y arrastrarla.
Pero viendo que aún ladrillo mi costal;
viendo que avanzo aun con herrumbrado cristo
y verbo los ojos sin tiniebla;
viendo tanta miga en orfandad
y todo tu setiembre tan dispuesto,
sigo
almendrando en tu piedad
la mía.
Ahora que estoy a mis espaldas
y tengo un espejo en el alma
partiéndome los huesos;
ahora que observo de frente
el pan de mi columna vertebral, la miseria,
y encorvo la luz para dar dominio y desarrollo a mis tinieblas;
ahora que es preciso hallar al hombre que se ahoga bajo mi zapato,
me contemplo.
No soy yo el que reparte las migas de humo en el espejo
ni es el otro el que redobla mi gesto de abismo;
ni siquiera es la muerte
esta densidad que entretela los párpados.
Yo y ella y el participio temible de mi nombre
y el imbécil que surge en el cristal como una burla.
Y más allá, mi sombra proyectando el cuerpo sobre la pared
junto a la humedad que envejece contemplándome.
Nunca es justo descarnarse
sobre la piel de un azogue.
Señor, ¿en qué playa agoniza
la sombra de tu ausencia?, ¿en qué presencia
prevalece el pan eterno de tu muerte?
Hay tantos hombres atardeciendo bajo tu párpado
y tanta nieve dispuesta en los minutos. Hay tantos puntos
dividiendo el corazón de los caballos.
No sé qué cristo llovizna en el duelo de la tarde.
Me pregunto, Señor, cuando baja el terrible ruido de los relojes,
cuando bajan los martillos, el gusano del mundo, los yacarés del polvo;
cuando sube el humo de las sílabas abiertas
y se peinan los niños desemejantes: ¿en qué barro absoluto
yace el hueco vivo de tu entierro?
¿Es tan cruel el dibujo inconcluso de tu espalda?
Pienso en Cristo: ¿en qué hueso de la tierra
ha quedado alambrada su herida? ¿En qué ríos de sangre
han enterrado los clavos? ¿En qué destierro
ha nacido la ufanía de los que trafican su cruz?
Pienso en Job, en sus lágrimas entretejidas; pienso
la noche de María Magdalena, el universo,
el aniversario de su carne. Y ya no hay rastros
sino del perro que juega con la luz a secas.
Pero los niños desordenan las arenas
y hay días que conviene subirse a un ataúd
para besar los crepúsculos. Hay días
que bien vale dejar el hombro en otras manos
y la barba en otras álgebras del agua. Y creer.
Creer por encima de los techos y los pestillos; creer.
¿Y la piedad, Señor,
en qué playa agoniza?
Es horrendo, Padre,
ver al mudo repartiendo semillas a mis espaldas,
estar hundido en el desarrollo de la adre, nadie quiere darme un tatuaje blancoeelaa costilla
y engrillarme a dos sombras debajo de mí.
Es terrible cargar tantos codos.
Pero viendo que rezo hasta espejarme a oscuras,
y viendo en la plaza tantas criaturas malsecadas
con pequeños ramos geométricos;
viendo que en mi mano podría dormir un gorrión
hasta hacerse trozo de pan,
¿por qué me sé tan solo, solamente?
En las calles reparten alfombras
para tapar los huesos de la tierra.
Y mañana abrirán las ferias y los museos
y estarán vendiendo las alas de las gaviotas
en los atajos que mueren en la catedral.
Es horrendo, Padre.
Y pienso en esta noche malsonante
que pone sus huevos sobre mi garganta.
Pienso en el tumulto de barcos ahorcados en la orilla
como ese perro entrerrejas que late como un pez
y duele.
Es cierto que no sé de una mano más helada
que la del río que se ahoga entre las venas,
y que no puedo hablar por el hueco de esa niña
que ha sido crispada por un gallo salvaje.
Pero, Padre,
hoy me cimbra un arpegio tan doloroso.
Porque han escombrado las praderas.
Porque en los hombros se ensombra una luna amarga.
Porque los cuervos pretenden espinarme la fe.
Porque nadie me quiere dar un tatuaje blanco.
Padre,
es terrible cargar tantos codos.
Mordiendo el agujero de los parques,
vuelvo, aunque esté incendiado
de despedidas que recién empiezan.
Hurgo mi nombre entre nidos calcinados y me entrego
a un alud de pájaros que cae furiosamente.
Éste es mi modo de llover solitario
en un mar de violentos agujeros. Ésta,
la forma deformante de mi gesto y mis cavilaciones.
Las hojas siguen temblando canciones de sal
hasta la noche.
Somos el hueso que chupó la muerte;
la luna masticada que sobró en el plato;
el odio de la sirvienta humeando en la mesa.
Somos el pretil;
el temblor en la tercera falange del suicida;
una lágrima bregando en el abismo.
Somos el sudor del péndulo;
la uña que raya los párpados del tiempo;
el clavo oxidándose en la espalda del reloj.
Somos el invierno;
la fruta pudriendo en la poza de una horca;
el río donde yace el cuerpo mutilado.
Fuimos el cadáver de moda
en los anticuarios del silencio. Fuimos el verso
en cura de agua.
Esta es la palestra
de imbéciles de cartón. Es el peor papel
de un film en el desierto.
Ya compramos lúgubres vagones de lujo
y somos la propina de un taxi que nos lleva al infierno.
Redime lo que reemplaza a los adioses
la sábana de agua que navega en tu mano
Samuel Beckett
Es la heredad
de una cicatriz colmada de cristos ajenos.
Y es edad para mojar los tímpanos en otro campanario
y desaprehenderse de párpados para tender
la sábana desnuda que Dios dejó sobre la tierra.
Habrá que almorzar el dolor
sobre la misma mesa de las torturas y desollarse
bajo la inclemencia de todo falso crucifijo.
Pero ya es tiempo de dar un rostro a quien mendiga
en las puertas mal cerradas del olimpo.
Basado en la idea del viento
desvidrié los ojos
sobre el eco de la función de las luces.
Los cirios alzaron la espalda hacia la muerte,
el cielo envejeció como una playa oscura.
¿Quién iba a salvarse del mármol
ahora que todo se hacía nada?
¿Quién podía confiar en su costilla
más acá del mundo?
Entonces, Dios bajó,
dejó una mayúscula
para empezar a escribir la historia.
No voy a hablar
de cuando recalo en algún infierno
a beber de mi sobra y mi sombra
ginebra que algún diablo olvidó en mis huesos.
No voy a hablar de la noche
que cargué a las seis de la tierra
atravesado por un obús de carne,
ni de los cientos infantes perros
que enterraron en mis pupilas.
No voy a desarmarme ante el espejo
que sostienen los fantoches,
ni voy a ver su mueca entrando
en el reflejo de mis huecos.
Hoy debo guardarme a contracielo
en mis lóbregos almendros.
Hablaran por mí los muertos.
Salvo el bicho heredado
(sombra sobrante de mis padres)
salvo el paréntesis que abro en el deshueso
sujeto a las espigas negras
salvo el grito que oran mis uñas de la espalda
salvo los clavos que rielan la noche a mansalva
salvo este salmo que ladro a oscuras
estoy a salvo contigo.
Quizá deba buscarme entre los huesos;
dejar de escudriñar en el hielo de unas teclas,
comprender que mis brazos son más cortos
que mi voluntad de perro.
Dejar que sea otro el azul
de mi entraña paterna,
y aliviar la calavera en los brizos
que anidan el alma a secar.
Luego, partir.
Ir de hombre como un animal
hacia el misterio.
Tú me sostienes no sólo como hueso
Manuel del Cabral
Huéspedes
uno del otro
hemos llegado al acaso
ocaso de nuestras pieles.
Nada nos sostiene
sino el barrunto de ser vivos,
ser dispersiones en la nieve,
huecos a orilla de nuestros huesos.
Nada nos resuelve
sino besarnos
hasta morder la trama de la noche
ya habiéndonos bañado en la sombra más antigua de cada uno.
Esclavos
el otro del uno
hemos llegado al abuso
incluso de nuestras sienes.
Nadie nos ampara
sino el perímetro que nos carcela,
los latidos que han jurado abandonarnos,
los espejos que detentan lo que enfrentan.
Nada nos aclara
sino guardarnos en la noche
ya habiendo enterrado las preguntas en los ataúdes blancos del silencio.
Muero, luego existo.
Acorralado de pupilas
voy en cucaracha ladrándome los huesos.
Atobillado de cadenas
voy en aguijón clavado
sobre la noche como un relámpago.
Y soy en savia lo que no sangró el árbol
que da sombra a mi cruz. Soy en cruces
el bosque sombrío de mi sangre.
Voy
en perro triste sobre mí.
Puedo morir ahora, parado sobre mí, y seguir buscando mi cuerpo entre viejos almacenes desalmados. Puedo cargar todas las hojas del invierno en los pies y ambular por esas vidrieras que venden el esqueleto de los árboles que llevo. Porque ya entré en la noche, ya cargué mi escudo bordado de cicatrices.
Sé que el crucifijo lo colgaron en mi espalda.
Hemos nacido con un pecho de menos en la boca.
Lo supimos: el deseo es una rosa apagada
que nos rompe los oídos.
Hemos crecido con un hueco de más en la garganta
Lo sufrimos: la esperanza es el plato sucio
donde nos toca comer.
¿Pero dónde nos bañamos
ahora que salimos del vientre?
Trovamos la misma muerte
pero vimos trepidar la belleza
en la tristeza de nuestros ojos.
Como animales de luto
delatamos el rictus de dormir a espaldas del mundo
y de encofrar la fe en los pulmones
y los efluvios.
Ya repartimos el pan de nuestro adentro
sin temor a que las viejas palomas nos aturdieran
y enterramos nuestro nombre
en nombre de otra tierra.
Porque ya elegimos ser la cáscara del haz
que habrá de abrirse
junto al último latido del campanario.
No me pienses
en el horror de mis tintas.
Intentá pensarme en el error
aunque no merezca un pensamiento.
Desordename. No me escuches.
Sólo guardá ese fragmento de cielo en mi costilla;
dame tu mano para ir a solas por el polvo de este patio
donde aún te persigo de rodillas.
Llevame allí
donde nadie jamás pueda pensarme.
daré en hojas de plátano sagrado
mis cinco huesecillos subalternos
Cesar Vallejo
Vas a morir de viento o de sed,
o de la borrasca que humedece los plátanos
y los párpados.
Alguien llevará tu calavera pungitiva, tu nombre
a los basaltos donde curvan los arpegios.
Todo el mar estará de pie, como tu sombra,
bajo una cuerda de campanas en luz.
No verás el cuello apretado de los crisantemos
ni los gusanos que reptan a orillas de tu cuerpo.
No verás la mugre del zapato,
ni esa mancha de tiempo restañada en los ojos.
Sólo versarás un viento izado en tu vuelo de retoños
y verás ese claro marfil de roble
que alguien habrá de labrar sobre tu mano.
Hoy doy muerte a mi siglo
y en piedra monumental me escribo:
sé que mis palabras entran con rumor de viento
al valle donde aguardan sepultura.
Mis húmeros han traficado una lágrima tan larga
que apenas puedo transcribirla. Sólo puedo decir
intensidad
y que el tiempo juzgue la cruz de sus letras.
Hoy testamento
mi silencio.
Quiero ver todo azul aspergiéndose en el dorar
y dejar una mayúscula delante de mi muerte.
Aunque las aspas del sur sigan barriendo la tristeza
y lluevan palomas sobre mi cadáver.