Los cristales del vientre
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Oí
derrumbarse todo el vitral de polvo en mi pecho.
Tu mano fue un domingo atrasado de campanas
que no supo cómo empezar
a ahorcar las húmedas palomas.
Solamente se arrodilló en mi hombro
con el disfraz de la misericordia.
No hay piedad
cuando urge la ceniza en un adiós.
Madre, estoy llamando brutalmente
a ese hombro que duerme bajo tu vestido;
estoy llorando ese vacío
que grita sobre ruedas en tu vientre.
Madre, estoy llegando brutamente.
Mi bestia corre sobre el mar rezando tu nombre
o queda alambrada en los racimos de la muerte.
Mi triste bestia; perdonala; está llorando.
Agua de otro siglo hacia tus pies,
rumor eterno, viejo viento de barro;
brutalmente, mi bestia de ancestral aurora.
Estoy llorando más allá. Estoy llegando.
Madre, la noche carga una sombra
donde podemos dormir los juntos.
Habría que escarbar los párrafos del mar
para dar con el tiempo;
escudriñar en su huesa o buscar
la osamenta del viento
en las escrituras profanas del olvido.
O releer, al menos, los pasajes del otoño,
donde siempre hay un golpe de pájaro,
una página de hojas caducas y perdidas.
O ir directo a la herida del relojero,
a sus noches de tornillo y herrumbre,
a las doceymedia del dolor animal.
Escarbar hasta entrar en el agujero
del agua de las agujas.
O no salir
nunca.
Aquella copa tenía su noviembre fracturado;
tenía a mi hermana sangrando bajo un árbol de locura.
La luna, adentro, anegaba
junto a un animal pariendo su sombra.
Aquel cristal –cáscara de lluvia-
repetía su rostro, el mío,
el de la muerte haciendo un leve giro en el aire.
Pero brindamos.
Una madre carga su muerte de la mano de un niño.
Puebla una lágrima en su esqueleto,
deja un crisantemo cerrado
lloviéndole la espalda.
Por un río anegado de pájaros
trajinan el contraviento.
Como un rumor de humo
se abren en el setiembre de una calle.
Ambos yerguen su columna de dolor animal,
llevan encorvadas las pupilas, los brazos
como racimos de hojas profundas.
Y todo el recorrido
es el principio de una herida que llevan a cuestas.
Alguien está leyendo.
Lo veo saliéndose de la lluvia y los años,
hinchado por un relámpago. Su vena bucea los colores
que sangran las palabras:
la catedral, los abedules, los velámenes impresos en el opúsculo sostenido;
paraguas a dos manos
para refugiarse.
La férula,
la maestra diablo, la madre impertérrita,
el llanto helado de ese pájaro en su jardín,
el crimen de la araña en la cocina
huye, huye, golpea contra su escudo de páginas
como un céfiro, un ejército de cuervos sobre el mármol.
Y la tarde baja por el patio aunque no la vea.
Los viejos inacabados patean las naranjas en la calle,
atan a los gatos sobre las iglesias,
rompen las botellas de seda de sus padres.
Aunque no los vea...
Pasa de página.
Como un pastor cambia sus hojas,
penetra su raíz en la noche cercana.
Pero no hay frío,
aunque la humanidad entera tiemble fuera de él.
¿Y por qué las hermanas sacudiéndose las entrañas?
¿Por qué sangran tantas guitarras allá afuera?
¿Por qué tanto trueno más acá de los brazos?
Muerta mi madre en la espina
debí sacarme el cielo de raíz.
Pero la noche estaba más allá de mi cajón y su vientre
embarazándose en los huesos de la lluvia.
Yo soy el río resultante
donde viejos pescadores escupen sus culpas.
Y soy el día de ayuno de un dios
embalsamado en los cristales del vientre.
Soy el cielo que sangra de sus manos.
La maga duraba una cuadra
una docena de árboles heridos
una lluvia improvisada como velo de ardisias
La maga es un barco amarrado a la luna
una chalana que prefiere morir en la lengua de un faro
una artemisa crecida en un bosque de lejanías
Visitaba con la libertad de encerrarse en un perfume
Secuestraba las flores de mi librería
y exigía a cambio plantar sus húmeros en mi ventana
Después, pasaba el tiempo, como siempre, desusado
y ella volvía con recientes crisantemos fecundados en los ojos
Pero la noche es un manto de ríos
y su perfil una gaviota desnuda en la humedad
Entonces, la maga sacaba un pez de atrás del corazón
lo convertía en una palabra interminable y lo dejaba volar
El resto era someterse al más acá de sus pupilas,
abstenerse de descifrar cualquiera golpe de pestaña
y por fin desentenderla
como tendiendo puntos suspensivos en la madrugada
No creo en el desnudo.
Sí, en vestirme con almas ajenas,
en reunir dos cuerpos
para celebrar una resurrección
o espejarme a oscuras
para ponerme otra ropa que mi sombra.
Sin embargo, creo en tu cuerpo
¿Pero cuántas prendas han caído de bruces
por desarroparte?
¿Cuántos desnudos he desaprendido
por no saber cómo vestirte?
Siempre sobran letras cuando un cuerpo se saca la ropa.
Entenderás que tinta y sangre son prolongaciones
y clavaras tu cruz en la primera letra
Verás que una hoja
es tan honda como un despeñadero
y tan sucia de blanco como la luna.
E irás en flor con tu grano
a sembrar el riñón de la tierra
sin más.
Aunque tu voz se pudra
en el polvo de los anaqueles.
Hoy no tengo para ofrecer más que un plato sucio
y esta cara con migas
y esta mano sin pan.
Es cierto que almorcé las lágrimas del día anterior
y cribe mi pecho bajo el invierno de todas las flores.
Es cierto que recogí mis pasos para entrar en mis propios tobillos.
Sin embargo, no tengo más que un plato.
¿Debo, acaso, redoblarme en mi costilla?
¿Esta noche me quedaré conmigo?
Apiernémonos
por piedad a dos cuerpos desplegándose;
dos cabos entregándose a un nudo
en el desnudo de alfombrar el tiempo.
Apiernémonos
en un azul de almizcles donde un pájaro
libe el principio de su crepúsculo.
Refugiémonos. Rodemos por la escalera de los cuerpos
hasta caer en un cedro de sábanas y cielos.
Dejemos que la luna riele las deshoras,
los gritos, los ponientes donde un pez fragua su memoria
bogando en el mar de los abismos.
Porque luego todo será ruido de ausencias, ascensores
y una habitación entrando en el otoño
mientras una mujer sale viejamente
a cobrar sus piernas en el asfalto.
(a Jorge Meretta)
Una mujer cosiendo postigos
abre la boca de los muertos
Selva Márquez
Las bocas se deszuman
Maestro,
los cuervos de la menopausia
son perros que muerden los cristales.
Ambos sabemos que hay bravos
asaltando las praderas.
Pero cuando abrevamos la piel
a flor de tinta,
cuando somos el revés a oscuras
por un plato de luz,
¿quién apuesta su colmillo ante nuestras voces?
¿quién soporta su vacío sino con las uñas?
Las bocas se despuntan
como noches derramadas en nuestras espaldas.
Puede que se replieguen las palabras
copiando el deber de los cuchillos; puede la luna
vendarse con un manto de cenizas. Pero,
¿quién se hace cargo del fuego
ahora que crece más allá de los tropos? ¿Quién
levanta el entrecejo sobre el filo de las escrituras?
Las falsas campanas redoblan
su ruido ajado de mármol, su tripa anestesiada.
Resuenan bajo el frío de sus badajos
rompiendo el silencio de las velas.
Los filisteos arrecian la borrasca de su talante.
Pero todo tiene siempre una vena de la cual soltarse,
un ayer para huir o quemar a todo viento.
A flor de tinta,
siempre somos el revés a oscuras.
Un hombre cae de sí mismo;
despeña sobre su cuerpo
con la fuerza de gravedad de sus noches,
su entrecejo, su balcón astillado.
Cae como un pájaro roto
en el pozo de su infancia.
¿Pero cómo hacer un pacto
si los ojos apuntan sobre sí
y su mano derecha apenas puede sostenerle la sombra?
¿Cómo aceptar otro amanecer
cuando la memoria sangra sobre su costado
y hasta los duraznos pierden el manto rubio en el suelo?
No hay paz. Un insecto hirsuto rasura los segundos,
destroza los vitrales del cristo
para que las olas sigan arañando la espalda.
No hay sed. Las horas ruedan por un río helado,
sudan, pierden el trillo hasta engrillarse
en el diciembre de un hombre
abandonado en una cuerda.
.
El hombre es apenas una cicatriz inconclusa.
Es tiempo de tus labios:
dos cadáveres que se mueven
para temblar una parte de mi niñez.
En tanto,
mis pájaros se derrumban en los puentes,
los cálices derraman su sombra sobre las cenizas.
Es tiempo de tu cintura:
abrevadero del fuego,
desembocadura fatal de los peces.
Tiempo de olvidarte.
Hombres de niñez crecida montan el circo,
lavan su bestia en el disfraz de los abismos.
Su pábulo es insustancial, pero muerden
y besan los espejos como tigres en poses monumentales.
Su risa es una tragedia; su ensayo,
una cicatriz ahogándose en el azogue.
Pero levantan la mueca, juntan el polvo de los aplausos
y matan elefantes para poder dormir.
no digas que te he matado
si amaneces todos los días
sobre el otoño de las hojas.
Clara Silva
Subió hasta el quinto piso, desvestido de noche,
porque alguien resolvía enterrar su sombra.
Subió alerta al golpe fúnebre de sus pasos, en grave ascenso
malsonante. Contuvo el reloj de su costilla. Contuvo
la envestida de sí mismo bajando por la misma escalera.
Y vio en sus ojos la contraluna; vio a su espalda tan siniestra que dudó
por un segundo de su segundo yo y siguió subiendo,
aunque su vida bajara hacia una mujer sudada
con pájaros grises clavados en su antigua cama.
Y en el quinto piso nadie respondió. Puede
que estuviesen abusando de sus espejos
y que el mar estuviese entrando por las entrañas de los postigos.
Pensó el blandir de los huesos en los plátanos.
Se pensó como hoja en sí, con limbo abierto y lluvia cerrada.
Y subió. Subió un piso más para entrar al cielo
con delicada posición de hombre:
desde el pretil
hasta el último piso de la madre tierra.
Yo, lloviznante, piel otoño, entrecejo anochecido
bajo temblor de plátanos y párpados,
tripa urdida en sed mayor. Yo, solamente.
Ni sol, ni madre agónica noche, ni herrumbre de entrepierna,
ni flor delirante que trepida contra el hueso,
ni lenta luz que se desangra en el mar de la ceniza. Yo,
sencillamente.
De reverso de espuma: desorillado.
Sin témpano, sin hoz, sin temple de cuerdas, sin martillo.
A sola sílaba sedienta, atizando el viento: sangrante.
Sin otro suelo que la dura alfombra del tiempo
llenándose de signos abiertos al polvo.
Yo, jumento que lee, habla, respira en carácter público. Yo,
llovizna, piel otoño, mar de la ceniza,
solamente.
Todo se desdibuja
cuando la noche entra en los pinceles:
los grises quebrados de Van Gogh, su mueca fracturada;
las equivalencias plásticas de Torres
bajo la lluvia asimétrica de su barba;
la verdad en veladuras de Tiziano.
Hubo en Degas un sueño de bailarinas
trapaleando sobre el agua del tiempo.
Hubo un Cezzane mordiendo los ángulos
para hundir los relojes en lo muerto de las naturalezas.
Y hubo un cristo levemente dormido
en la noche amarilla de Gauguin; un azul
de cielo caído en el suelo de Picasso; una catedral derrumbándose
en el pecho de Monet.
Todo grito de Munch no es un grito.
Es un espejo quebrando los ojos,
una pupila oscureciendo en el lienzo
de Guayasamín.
Y en la Sixtina
alguien propone sostener el mundo
con dos yemas que jamás podrán juntarse.
Hoy no tengo valor
más que para nombrarte en partes.
Enramar una erre en una parra,
ver cómo derrumban las uvas a su entierro,
derrotarme con ellas en el vino
que falta de tus labios.
Martillar tu nombre contra la pared
hasta que sangre una o
en el silencio del golpe de las vocales.
Y aunque una ce respire, se haga luna menguante,
párpados crecientes en el novilunio,
pensaré en mí,
en el alfabeto que me corresponde como llanto,
en aquella mediatarde que debí llamarte
para no perdernos
letra a letra.
Hablaré
cuando el río calle
cuando las calles sean ríos detenidos
cuando los nidos sean barcos encallados
Callaré
cuando el ave abreve
cuando lo breve sea avelar y desasirse
cuando irse sea abrevar y liberarse.
Estaré en ese vagón de humo que nos separa.
Yo, el roto de los aguaceros,
descarrilando las flores.
Los recuerdos irán a despedirme
elefantemente cabalgando
a la sombra del tren.
Estaré allí,
en el mismo asiento de herrumbre
marchitando.
Insomne
sobre los durmientes,
desplumaré los ojos en la ventanilla.
Y en el hollín del banco de cada estación
estarán tormentalmente
todos mis pájaros de entierro
esperándome.
Si te besara los párpados
los árboles sangrarían sus pájaros
y la noche pendería como un fruto muerto
a punto de caer a nuestros cuerpos.
Y en un pestañeo
-ocaso de dos lunas menguantes-
podría rendirme hasta deshojar
y los días caerían como piedras
plomizas hasta nuestros pies.
Sé que no debo mirarte, ni libar,
ni enterrarme en la juntura de dos labios.
Pero mojo de vos. Lluevo y salgo de rodillas hasta morir
en la pedrería de tus párpados.
Y sin embargo, tus pupilas.
Barreremos la nieve ceniza de los zapatos
y saldremos a arrancar esa rosa que se pudre en brazos de nadie.
Veremos si ese nudo que nos apellida, nos atropella,
y desmalezaremos hasta almarnos en la única flor que nos une.
Luego, plantaremos granos de sol
hasta celebrar en silencio nuestra célula.
Y sólo así podremos dormir juntos en el pretil
a salvo de tierra firme.
El día desmiela sobre el esqueleto de las hojas.
Atardece. Sólo la luna sabe
el dolor que llevan los insectos a esta hora
a contracielo de su cicatriz.
Como un lagrimal abierto:
llueve.
Ya es noche.
Siempre que el cielo duerme
revuelvo los armarios de la tierra
y desarmo los cajones donde el tiempo encierra
las cenizas. Después, despolvo mi traje y voy
por otro esqueleto.
Hoy llueve y no entro en mis botas de humo.
Sin embargo, he descolgado mi sombra
y he salido a la calle desoyendo
el círculo de los falsos dioses.
He cruzado jaurías de muertos
y ciudades de huesos y escombros.
Y ésta es mi solapa. Éste, el cuello
que han tratado de sepultar en el invierno.
He salido en dos como unidad;
en tres como segundo acápite. He ido tras de mí
para encontrarme. He cargado en el hombro
la forma absuelta de una mano. He llevado
todo lo que debería encontrar a contralluvia.
Pero no me encuentro sino con mi regreso.
El corazón,
y más adentro, más acá,
el metatarso, la calavera de mis novias,
el día de lluvia de mi hermana.
Y más arriba, más adentro,
los nudillos de Dios, la mugre de mi madre en mis cejas,
la bestia de mi padre en mis párvulos ojos de viejo.
Y más afuera, más abajo,
mis tobillos sin tumba,
el epitafio de mi nacimiento,
los siglos que lleva el segundo de ser un animal.
Más adentro,
más allá de un corazón podrido por el verso
que jamás sabré cómo.
Deshojar un cielo de pájaros
hasta volcar la sangre de la noche
en la copa de los árboles.
Derramar los ojos
en todo ajeno que nos mira
y enrama en su sangre.
Celebrar o tragarse la mentira.
Un panal de cuervos me abre la puerta:
entro. Salgo de vos hasta engrillarme
en un mar espeso de caderas.
La noche es; solamente.
Es jadeo de tus ojos deshojando.
Es una alfombra manchada de viejas estrellas.
Llueve; porque sí.
Las horas caen como pájaros muertos
sobre la memoria de los días.
El cenicero crece. Los vasos acaban
en la sombra de todos los recuerdos.
Como la luna: cicatriz de siempre
Pendeja,
desde tu estrella te arrastraría a mi lumbre salvaje
y clavaría tus rodillas en el légamo calado de talones.
Sacaría el sucio sudario de la luna
para verte sudar azul sobre mis pies.
Infanta,
lirio calado en la entraña,
telaraña de los rezos y huesos
rajados en la luz del mar de un corazón:
sos esta escalera de versos que bajan a morir sobre mi sed.
Ya no soy yo. Otro tiempo muerde sobre mí la fruta grave.
Soy el ruido de los altos tacos que se fueron
como un canto rodado orillando hacia la muerte.
Tenerte es prender flores sin cabo ni tierra
en el viento del fuego. Es perder pie
en la curva rasa de una hoguera.
Llamarte es grillar las vísceras
en toda oquedad.
Apago la luz para empezar a leerte
en el fango del alma.
¿Es amor
o una tripa mal jugada
en el azar de los cuerpos?
Sonámbulos,
como dos árboles en los agudos ángulos de la casa,
entrecejamos.
Víctima es la paloma
que humedece bajo nuestra cama. Víctima
la copa de sangre que desangra la mesa
apenas puesta para que callemos uno a la ceja del otro.
Habría que apiadarse de todo ángel
en el teatro siniestro de los besos. Habría
que morder la sombra de cada uno
en el umbral de los espejos.
Victima son los sueños que rielan
la noche de nuestros ojos
entrecejados.
Arte es contrallover y aguantar
lidiar la tripa en raudos respiros de luz
Es enrocar la tristeza en los latidos
Arte es saber sufrir la belleza
ser la bestia melancólica que avanza
y atraviesa los abismos
a fe
Insistir
con perra sabiduría
Arte es permanecer