Alteridad de la miseria
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Día a día,
amanezco la luz de tus cromosomas
en mis huesos.
Hueso a hueso,
perpetúo este sistema
de existir acostillado en tu lumbre.
Soy esa palabra que madura en tu boca
y cae
para formarme labios y decirte.
Paso a paso,
urden mis huellas
una procesión de luces
que acaba en tus pies.
Cuerpo a cuerpo,
atardecemos uno sobre el otro
hasta nacer.
Tramo la soledad en la que esperaré
fumándome largamente los huesos.
Hablo del miedo,
de estos versos que sucumben hacia sórdidos puntales;
de esta caravana de sombras
que avanza inexorablemente a mis espaldas.
Tejo la trampa donde caeré de rodillas
sobre el lomo oxidado de los relojes.
Hablo de la lluvia,
de los córvidos que escupen las sales oxácidas,
del trémulo claxon de los trenes.
Hablo de la espesura que toman mis pies
cuando camino como animal por mi dentadura
y temo.
Hablo del temblor de ciertas orquídeas
cuando callo.
a Jorge Meretta,
que supo escribir sus versos en mi entraña.
Hubiese querido enhebrar los cuervos
que te enfermaron esa noche bajo la cama.
Uno a uno, atravesarles un cordel de humo
y callarlos en el aire para siempre.
Pero quién era capaz de dar con una fiebre emplumada en la infancia
o con esos pájaros que clavan su pico en el amanecer y lo desangran?
Sé que dormiste sin hallar la clave del laberinto,
que ufanaste tu propio sueño y al despertar fuiste una isla en el alba,
un ángel del silencio escribiendo a puertas cerradas.
Y cuando no, memoraste el insomnio,
hurgaste la señal del acertijo, el código mayor,
escribiendo a oscuras, con casco y espada, tanto mundo.
Aquella tarde te vi temblar bajo la cama
con los ojos incendiados de pájaros.
Oí las sábanas huracanándose en tu cuerpo
como una ola que intenta amortajar la noche.
Y sobre ese infierno, bocarriba,
yacía tu sombra como una cicatriz inconclusa.
Escarneciendo sus propios cuervos decía: ávese.
Si acaso fuiste ese pasajero, sobrante del humo,
en una emboscada de piedra;
si debiste cambiar de sitio, sin conocer un domicilio,
para hallar las reliquias del relámpago,
o te escondiste en el cielo
para ser el cazador de lluvias y entrar al mar siguiente;
si acaso, después de todo, debiste / decir;
quién puede decirte basta? Quién, enterrarte por muerto?
Hoy anduve en el viento de la calle Garibalidi
bebiendo más allá del tiempo.
Nadie muere de entierro.
Unos zapatos deberían sostener a un hombre.
Sin embargo, apenas cargan su calavera
por la fiebre del cemento.
Es terrible ver cómo se desatan los cordones y la lluvia,
cómo golpean los humanos entre sí
trajinando por la enfermedad de las calles.
Todo es tropiezo:
un perro muerto mira desde una esquina,
un semáforo ha cambiado su luz para siempre,
unos arpegios empujan la noche a otro sitio.
Pero el hombre es una bestia obstinada:
se yergue y continúa peinándose los huesos en la tormenta.
Una calle debería sostener a unos zapatos.
Sin embargo, los araña con su pedregullo,
les inyecta su mugre, su humedad;
los infecta con la luna en sus aguas estacionadas.
Toda su entraña gris; su cal y hollín,
se aneja en los animales que la caminan.
Así se hace el hombre.
Aunque el mundo no pueda sostener a una calle.
Dejaré los huesos desparramados
para que vengan tus manos a tejer la prudencia.
Primero, de mis costillas.
Tus falanges curvarán en la oquedad
donde insistían mis latidos.
Mojaré en tus yemas
mientras ordenas mis huesos lagrimales y me miras.
Después, compondrás mis caderas, mis tobillos, mis talones.
Rearmarás mis pasos; los pondrás sobre la alfombra plata
del Port des Champs-Élysées o subiendo
callejones que guardan las humedades de nuestros pies.
Recién entonces, urdirás mis húmeros
-largas gotas desprendidas-
para eternizarme un último abrazo.
Cuán cerrada sea su mugre
cuán alumbrada su madera
no importa
cuán lunar sea el peso mortal de su proa
Ya olvidaré los sépalos abiertos de la cruz del sur
las venas que persisten en la cornamusa
la indomable caravana de muertos que grilla en mi costado
No importa el agua recia que arrastre
el rastro herrumbrado en la arena
No importa
cuán arañado esté el crepúsculo cuando parta
Tomaré ese barco
Un espíritu significativo
acepta la insignificancia de su materia.
Humilda sus segundos de molécula.
Solo entregando la entraña
un espíritu se hace entrañable.
Perpetúa la luz de sus partículas.
La materia
es apenas polvo que anidará en las cruces.
Es extraño. Mi tórax se constriñe como un acordeón
para que salgan notas oscuras,
mis papeles se cargan de humo, toman el color
de una magnolia muerta.
Puedo hallarme en sus raíces inyectadas de gusanos,
cada vez más débil e inservible.
Es extraño. Mi pecho se cierra como una puerta.
Me enclaustra solo, abandonado entre clavos y huesos.
Como si uno golpeara al otro,
oigo la rítmica negra de mis latidos.
Y la noche cae sobre los pulmones.
Es extraño repeler el plomo de la madre sombra y respirar.
Surgen acordes en la tabla anciana de mi salvación.
Entonces, escribo.
a Alfredo Fressia.
La cuerda, allí.
Pero, de pronto, dos insectos se arpegian mutuamente los cuerpos sobre el nudo. Vigilan la persistencia del mundo y lo sobrevuelan como un pensamiento.
Y la cuerda, allí.
Pero, de pronto, el sol se encueva en la redondez del lazo; esparce la sombra del nudo en la eternidad trenzando una fuga de dorados.
Pero la cuerda, allí.
Y de pronto, dos muertos se ayudan invisiblemente a morir. Sus lenguas liban signos partidos como el odio.
Y la cuerda, allí.
Pero, de pronto, el hombre suda una lágrima del cuello al corazón. Ve como una hormiga asciende por la soga cargando su muerte.
Y la cuerda, allí. Pero de pronto, abandonada.
Con la santa oxidación de los ángeles
se me fueron las alas, la piedad.
Sentí el sermón soberbio
de los peces que acaban ahogándose;
el de las serpientes
que ofrecen su cuerpo para ahorcar.
Con el sagrado desmoronamiento
se fueron mis huesos, mis nudillos,
la paciencia.
Sentí la resurrección
de las espinas en mi cuerpo.
Y derrotado en los brazos
de las flores más oscuras,
el domingo desnudó su sombra y su cruz
sobre mi espalda.
La vida es, en suma,
asumir este segundo.
En suma, ahora, recorrer tu latido,
hacerlo cáscara de mi mano
y tañerme el borde del pulmón
hasta sangrar invisiblemente en tu costado.
Por un segundo, versar sobre tu vientre un nombre;
dar, de tu cobre al Hombre, un corazón.
En suma, soñar este segundo insobornable.
Y enmilagrarme. Ponerme de rodillas sobre mí.
Besar mi carne, el mundo, las cucharas,
la existencia.
Guardar tus ojos en mis costillas.
La vida es, en suma,
asumir este segundo.
Guardándome en oquedades
puse los huesos al vacío;
mi orfandad en distintas tumbas aisladas.
Eso es el recuerdo:
islas donde duermen los perros que amé y necesito,
playas oscuras donde me ahogo
revertebrando rosarios inconclusos.
Eso es el recuerdo.
Ya era tarde;
tu mano me había enterrado
un grano de muerte de por vida.
Sé que es suicida ir contando las venas que nos debemos,
ir esquivando las cruces que debimos apagar
antes de salir a recoger nuestro esqueleto.
Pero la luna también tiene el suyo
y sé que esa noche fue temprano
para cortar el cuello de una botella
y asesinar el aire a tumbos.
Fue temprano para verte en la mansarda
con un vestido blanco urdido en el novilunio
y brindar por vos, por mí,
por la puta prosperidad.
Ya la luna se viste de negro.
De claveles,
es cuando veo allanada mi carne en tus pupilas,
cuando dobla el sonido del sueño
y salgo de campanas al crepúsculo.
De clavicordios,
es que recales en la delgada partitura de mis huesos.
De clavos;
tus lágrimas
cuando caen oxidadas en mi cuerpo.
Fui llenándome los huesos de humo
hasta nacer al borde de un funeral.
Colgué el alma de una parra,
enterré mi sombra y salí.
Fui cargando el borde
hasta el hueso. Me hice hombre
en la sombra que enterré
(el humo aún no existía para mí).
Mordí la fruta hueca
que yacía en el alma de las parras. Guindé la mía
como un racimo de sílabas abiertas.
Me fui.
Busqué los perros azules en las catedrales.
Aprendí a entelar el desamparo,
a empozar el silencio a cuestas.
Y amé, por encima de la curda de un puñal de luces, amé.
Llevé el esqueleto con flores ajenas.
Aprendí que ninguna cicatriz es otredad.
Fui hasta el borde y nací.
El humo es otra historia.
Preciso esta tristeza.
Déjenme con mi hueso de luces cansinas
solo.
La preciso
tal como un hombre necesita de las sombras
para atar a su bestia
y de los espejos
para armar cotidianamente su esqueleto.
Dejaré que la lluvia siembre su espesura
y que las hojas rendidas se apoyen
telúricamente en mis rezos.
Dejaré que este silencio
ponga sus mayúsculas
en el acento de mi última vértebra.
Tristemente hacia el alivio.
Un poema debería hacer temblar a los caballos
que recorren el aire; partir la tierra o hacerse semilla
al caer del último piso del alma.
Debería ser tormenta, desordenar los huesos,
e insistir
en la herrumbre de la uña del ángel más rapaz.
Y escarolarse
en la copa que humedece a la sombra de un hombre
amurallado en un bar. Debería ser el muro, la respiración
de la penúltima lágrima de su revólver.
Un poema es esto que muerdo
al apoyar la carne de una palabra en mis ahogos;
es el cuello de lo que no puedo decir y aprieto
como un gatillo, un gato, una botella.
Un poema debería hacer temblar a los caballos
y callarme. Callarme para siempre
en su temblor.
Sobre este clavicordio de huesos
entreveo el verso rajado
en los ataúdes del silencio.
En esta ceremonia armoniosa
de mi probable luto
alumbro el rastro del verbo que callo.
Y entre corcheas amordazadas
y el espinazo del latido inocultable
surge
insobornablemente
la palabra.
Cuando tendió la mano al paria
no tenía monedas ni pan.
Le dio toda su carencia
como un lazo de orquídeas vacías:
su mano sin más.
El vagabundo hurgó misericordias
en los cinco dedos del cielo
y halló, verdaderamente, el hambre.
Un ramo de falanges lo levantó
para siempre.
Embeberme en los siglos australes del agua
y ser, en la mitad de mí, algo que no entiendo.
Ahogarme en el recuerdo de una sombra
que navega profunda tras de sí.
Verme reflejado en el agua ancestralmente
y fluir hacia atrás hasta alcanzarme.
O ser la sombra suicida
o el elemento que nos deja la sombra
al asomarnos a nuestro ser.
Ser eso, desasido del cuerpo;
ser el esperpento del relámpago
oscuro de nuestra alma;
perderse en el charco negro
que nace de nuestros pies.
Elijo embeberme en el misterio.
Te nombro hacia adentro;
allí donde apenas caben latidos
y rumor de lunas.
Tus iniciales son previsibles finales
que caen en mi voz.
Igual que piedras, se hunden
expandiendo círculos que mueren en nuestros pies.
Y vamos con ellos acabándonos.
Cargo plátanos caídos.
Los llevo con todo su otoño, a cuestas,
con aves apagadas en sus ramas.
Y me deshojo con ellos. Invento
en mi corteza otra historia distinta
a la de su piel.
Pero llega el invierno
y su cuerpo esquelético se confunde con el mío.
Ambos somos en la calle
el mismo dolor en las raíces y en el rostro.
Como el meo de los perros,
aguantamos el hueso ácido del hombre.
Como las hojas, el viento se llevó nuestras plegarias
hacia páramos de ningún dios.
Y cuando el frío, cuando la niebla salobre
me toma el tronco que me yergue ante al mundo;
cuando veo el hacha en manos diablas del invierno,
tu mano viene como un pájaro
a la rama más profunda de mi cuerpo.
Estuviste enterrando huesos en mi corazón.
Te vi con las uñas gastadas en el polvo de la tarde,
las cucharas hambrientas
en la fase menguante de los ojos.
Ahora, se me cae el minuto de la garganta.
El tiempo se harta en los pulmones
hurgando una palabra para respirar.
Pero el alivio es inefable.
Apenas puedo decir
que los huesos se hundieron a mis espaldas,
que lo supe cuando nos mirábamos
como dos muertos que se abren paso.
Se me cae el minuto ahora, decía,
y llevo llagas bordadas en el costado.
En el frío de esta escarapela
se arrugan los acordeones.
Melódicos, melancólicos, imbéciles,
te traen.
Alumbrá tu amén en mis labios
-himno de lenguas-
y hablemos a dos aguas.
Alambrémonos juntos
en los mismos umbrales del alma.
Resurrescamos hasta matar los días lóbregos
de pan cerrado y mugre.
Hurguemos en las desapariciones
hasta encontrarnos lívidos de huesos
y profundos.
Reunamos, entonces, las partes del dulce animal
que nos subleva.
Mentiré, sorbo a sorbo, la miseria
hasta engañar a mi rebaño oscuro.
Olvidaré los muertos que desembarcaron en mi alma
y quedaron en lóbregas cuclillas en mi sien.
Hundiré el vaso en las vísceras
para hacer del infierno una casa posible.
Y seguiré traficando la fiereza por bosques enfermos.
Confundiré para vivir, besaré la muerte
aletargado en los labios fríos del cristal.
Y como una amapola herida
acabaré descobijado en la noche de mis huesos.
Y si tu reloj ahora se apiadara?
Si tu lágrima asperjase un latido a destiempo
y la arena que cae y se agota
evidenciara la playa donde ya te dieron sepultura?
Si el sacramento de las olas arrastrase los relojes
para ahogarte en otro siglo;
si acaso vieras tu cadáver yermo en la orilla;
no le llevarías crisantemos, hoy, a tu alma?
Las agujas avanzan
urdiendo una mortaja a destajo del tiempo.
El destino
es cargar la calavera hasta al pasado y nacer.
La vida
es clavarse claveles y clavicordios
hasta morir.
Si acaso vieras tu cadáver yermo en la orilla.
Empecemos de nuevo.
El día estaba de huesos mirándome
amenazando con envejecer hasta el negro.
Pero yo tenía al sol
como un ramo de versos en el pecho.
No iba a bajar la cabeza
como un fruto que carga un árbol herido.
Llevé mi calavera
por los largos almendros de la tarde.
a Valeria Torres
Ahora que la lluvia trepida por mi víscera
como una lágrima encanecida
Ahora
que arrastro un ejército de muertos
y llevo toda la madrugada hurgando
míseras misericordias
tu mano viene como un gorrión salvaje
a redimirme.
Algo musita bajo mi cama
como si del infierno quisieran
encenizarme la conciencia.
Pesadillo sobre mi cruz
un bosque de sombras ambiguas:
algo sostiene mis venas como cables de luz
donde los pájaros mueren electrocutados;
algo me extirpa los ojos
como piedras en la mano del primer pecador;
algo me obliga a arrastrar el sueño
como una bestia hostigada a remolcar su propio carro fúnebre.
Algo: abstracto como la muerte.
Como animal
te sostiene fuera de la carne
otro animal;
bestia incompleta desusada por el tiempo.
Como hueso; otro hueso;
divisible fragmento de materia
desperdigado en la tierra.
Cada sombra carga un cuerpo hasta la noche;
la noche: inmensa sombra que nadie puede cargar.
Ya, encrepusculados,
los frágiles mamíferos cargan los vasos de alcohol:
nada los sostiene.
Y al mañanar, vuelven a pagar con sudor
su inquilinato de venas: la vida:
hermosa tragedia que les toca.
Cómo levanto las seis y veinte de mi polvo
este lunes selvático?
Dónde cuelgo mi piano, mi saco de abotonadas luces?
Tengo todo un otoño para seguir cayendo
hasta el último tejido de mi humanidad.
Tengo el animal necesario
para hermanarme con los insectos que dan fe a mis talones.
Entonces? Voy ufano a la tinta?
Malvisto las cruces y salgo indiferente a la calle?
Qué hago con mis suelas
sin polvo en las rodillas?
Debo tanto camino.
Valeria, tallo inmortal en mí.
Oí en tus ojos enraizarse mis últimos pétalos
como una playa.
Plan de arenas; raíces
donde dejamos huellas
ancladas a lo que vendrá.
Valeria, Julieta de mi cuerpo enramado
como una playa.
Juntura de olas batiendo
mi embate salvaje de hombre
que muere en tus orillas. Escotilla:
ojo de mis profundidades.
Valeria, lirio del aire
como una playa.
Las palabras caen
como lóbregos misiles
sobre las llagas.
Eso es todo;
el alfabeto es una hermosa cicatriz.
Poder
o podar sino el hueso.
Salirse
o salarse sino en la llaga.
Venderse
o vendarse sino en el cuero.
Fundir o fundar.
Sentarse o sentirse.
Esquivar la tristeza
o escribirla.
Odio la escritura tendida de hilos enfermos.
Me corrijo: la basura que pende
en cuerpos vacíos
para que las viejas moscas se amontonen
y aplaudan.
Odio la epilepsia de esas manos
con racimos de frutas secas.
Odio el alma en plural,
el zumbar sombrío de la insuficiencia.
Mientras tanto, las palabras agonizan
en cabinas de teléfonos rotos.
No tengo Mac.
Barajo mis uñas en un teclado viejo,
enrejo mis ojos en windows que dan a patios oscuros.
Pero soy VIP. Vivo, insisto, perduro
cuidándome de los publicistas que odian las pc.
Ellos adoran a un dios de policarbonato.
Lo llevan derretido en los labios
como una malapalabra.
No conduelan jamás ni con Adán ni con su deseo.
Tienen el corazón mordido
y una manzana con un hueco cool.
No son creadores; son creativos
que nacieron en departamentos de arte,
sudados y letrados, a costillas de un pobre partero kitch.
Y allí mismo, fieles, oran a diario un brainstroming.
Se les llueven los cerebros?
Preparar el cuadro.
Dejar la forma final
donde echaré mis huesos
a la luz de la respiración de mis hermanos
que me darán eternidad.
Aviar el lienzo en paz
espejando la razón del cielo
en el torso vivo de la tela.
Y en su espalda
dejar dormir el clavo
que habrá de sostenerme siempre
en el punto exacto
del equilibrio.
Puedo hundirme en el polvo de las seis.
Como un perro, bajar la cabeza
y masticar los latidos que espigan del ocaso.
Puedo llevar mi fiebre por el borde del río
y dejar mis vértebras en el viento
para confundirme con los pájaros.
Puedo verter los sacramentos en el mar
y quedarme solo
revisando mis papeles y mis huesos.
Porque entonces, mis manos estarán cavando
para empozarme el cuerpo en el corazón.
Y nadie sabrá de mis latidos.